Os cuento como he cerrado la veda en Castilla y León:
Me llama un amigo el miércoles 15, último día de caza del corzo en Burgos. La tarde anterior ha tirado a un corzo, no sabe si lo ha dado. Ha vuelto esa mañana y no ha visto sangre u otras muestras. Me marca el sito aproximado dónde tiró al corzo (una línea entre dos marcas separadas cuarenta metros) y me dice que no puede acompañarme a la tarde. Allí que voy, llegando a las 17,30, todavía con bastante calor y nada de humedad. Recorro el rastrojo entre las marcas y rápidamente Tobías coge un rastro, saliendo hacia el monte. Va decido pero con la cabeza muy alta y me da mala espina. A los 100 m, recuerdo que el macho iba acompañado de hembra y cría y decido volver al teórico lugar del tiro. En el mismo sitio coge un rastro paralelo al primero. No he visto sangre ni nada, pero esta vez me parece que el perro va mejor.
El calor y la duda de que el corzo estuviera herido me hacen cometer los primeros errores: no me he puesto los zahones, ni he cogido el cuchillo de remate ni el rifle. El perro entra al monte, cuesta arriba; recorremos unos 150 m de terreno fácil. Veo, ¡por fin! una gota de sangre, del tamaño de un grano de arroz. Poco después, el perro tira hacia abajo, sin mucha convicción. ¡Hace mucho calor! Después de unos 300 m le doy agua y volvemos a la única gota de sangre. Tras un par de intentos parece que coge de nuevo el rastro esta vez con aparente seguridad. El terreno es cada vez peor, zarzas, piedras, carrascas cada vez más espesas.
Sin embargo, eso me anima. Voy teniendo la experiencia de que los corzos heridos, como los jabalíes, buscan lo más espeso. Pasa media hora, la mayor parte del tiempo a rastras o a gatas. Me araño entero. Pierdo la botella de agua. Pierdo las gafas. Me desespero. Pero el perro va muy decidido. Si pierde el rastro, vuelve unos metros y reinicia la búsqueda. De nuevo, sobre una piedra, tres gotas de sangre. Seguimos en la espesura y 20 minutos más tarde otras cuatro gotas, una de ellas no parece coagulada del todo. Me da la impresión de que el corzo tiene un tiro de tripa y que sólo mancha cuando se tumba. El perro sigue firme y al poco encuentro una pequeña rama en el suelo teñida de rojo. Seguimos adelante. Empiezo a preocuparme porque me quedan sólo 20 minutos de luz y estoy casado. Al poco, el perro tira con más fuerza y comienza a latir. Es un ladrido (¡jai, jai!)igual al del podenco que levanta un jabalí y sé que ha visto al corzo. Los 10 metros entre las matas, a gatas, se me hacen eternos. Pero allí esta tumbado y Tobi ladrándole y tirándole algún breve mordisco. Jaleo y felicito al perro, cuando me doy cuenta de que el corzo esta vivo, mirándome con el cuello levantado. Al principio no pierdo la calma. Saco la navaja e intento acercarme más. Pero luego el cansancio, los nervios y el miedo a que el corzo se levante me hacen tomar la peor decisión. Clavo en el cuello, pincho hueso y el corzo, de un salto, desaparece. Juramentos y salimos otra vez tras él. Después de unos 100 metros de nuevo ladra el perro. Seguramente ha levantado al corzo, pero no consigo verlo. No suelto al perro; es muy tarde y no se muy bien dónde estamos. Avanzamos un rato más hasta que se hace de noche. Decido no seguir. Perro y amo nos tumbamos un rato sobre unas gayubas, jadeando. Marco el sitio y emprendemos el regreso a la luz de la luna.
Han sido dos horas y media intensas. Hemos recorrido unos 900 metros en línea recta, probablemente mucho más sobre el terreno. El perro sobresaliente. El conductor mal aprendiz. Hoy trabajo todo el día. Mañana volveremos a intentarlo. No se me olvida la mirada del corzo allí tumbado.
Saludos.
Federico Sáez-Royuela